Cualquier tiempo pasado… fue anterior

Qué mejor forma de empezar nuestras andanzas que tratando de establecer qué clase de juegos vamos a tratar en nuestros futuros posts. Porque, de un tiempo a esta parte, parece que existe una extraña fuerza en Internet que trata de hacernos ver dos grandes corrientes en cuanto a usuarios de videojuegos: los casuales y los hardcore. Dos términos relativamente modernos pero esclarecedores, sobre los cuales se dividen dos clases bien diferenciadas y, a menudo, enfrentadas en la red (algo que ni entiendo ni comparto). Personalmente no creo que exista un cálculo mínimamente exacto para determinar cuál de estas vertientes es más generosa en términos de diversión, si bien es cierto que resulta mucho más inmediato disfrutar de una obra simple y de jugabilidad sencilla, comparado con lo que puede ofrecer un producto como Skyrim o Deus Ex al jugador más paciente y entregado.

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Sin embargo, dentro de los denominados juegos casuales se produce una cierta desafinación al referirse a ellos como títulos de corte clásico. Esos términos son, aunque no lo parezca, los que llevan a una confusión mucho mayor que parece contagiar a buena parte de los jugadores. Debemos guardarnos de esta clasificación inmediata, al menos hasta dilucidar qué lleva a una persona, sea o no parte del compendio de la prensa especializada, a confirmar de manera fehaciente que tal o cual producto indie es o no un juego «a la antigua».

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Hay un extraño y confuso regusto por lo antiguo. Los viejos tiempos venden, interesan y, qué demonios, son bonitos de recordar. Soy el primero en echar mano de los emuladores para disfrutar de nuevo de aquellos grandes juegos que se pasaban horas haciendo de las suyas en mi vieja Master System; pero hay una frase determinante para que eche el freno de mano y sienta la necesidad de poner cosas en claro. «Cualquier tiempo pasado fue mejor» es la madre de todas las chorradas cuando hablamos de videojuegos, y quien lo pronuncia a menudo olvida el nefasto y abrumador catálogo de las generaciones pasadas y la superpoblación de consolas que acabaron llevando a la ruina o a un forzoso cambio de negocio a más de una gran compañía de videojuegos. Es fácil hablar de mejores tiempos, pero… ¿realmente eran mejores, así, generalizando?

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Quien piense que hace veinte años no existían los juegos hardcore, esos que tanto asustan a los recién llegados, debe sentarse con mucho tiempo por delante a leer, a buscar y, sobre todo, a jugar largo y tendido. Se malinterpreta poderosamente la intención  o la verdadera esencia de todo aquello que recordamos pixelado; como si por aquel entonces Megaman fuese para «cualquiera» (con una dificultad de mil demonios solo apta para adictos), o los juegos de automovilismo fuesen todos como Micromachines (mis respetos). Porque un cierto sector de jugadores parecen determinados a vagar por los foros y las webs de videojuegos reivindicando que todo cambio hacia una tecnología futura trae consigo, necesariamente, un alejamiento de los valores que hicieron fuerte a esta industria. Que, poco a poco, solo en el indie se puede ver algo de lo que hoy nos inspira melancolía; e intercambian los términos en un valiente intento por señalar lo que les hace cosquillas en el cogote. Y parece un pensamiento bondadoso, profundo y meditado: pero en realidad es vago y desinformado como él solo.

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Porque la evolución es como es, y la tecnología avanza inexorable; pero ni todos los juegos son Call of Duty, ni todos los RPG son ahora free-to-play con micro-pagos, ni la titánica lucha en las estanterías corresponde siempre a esta clase de productos. Por supuesto que el cambio trae consigo una alteración importante en los elementos; unos mejoran, otros cambian y otros dan paso a otros nuevos. Pero… ¿Peores? ¿Por qué? No sé exactamente en qué es peor FIFA 13 que Super Kick Off, por mucha morriña que te provoque esta último, cuando la formulación del primero está a mil años luz, como es lógico y normal. De hecho, si un modelo ha prevalecido en este campo (y nunca mejor dicho) es el que corresponde al primero; el juego deportivo a caballo entre el realismo absoluto y el control inmediato. Fácil de jugar; difícil de dominar. Esa debiera ser la máxima de todo juego con intención de ser un grande; y así ha sido con todas las verdaderas obras maestras que recuerdo haber jugado. Si nos concentramos en la sencillez y en aquellos viejos pilares que ellos dicen ver, ¿no se estancaría todo el sector?

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Incluso se puede leer en una ronda cualquiera por las webs más sonadas del país que todo cambio generacional es prácticamente un engaño que incluye, entre sus malignas intenciones, sepultar las bases que más diversión nos han proporcionado. Yo digo que eso es una verdad a medias. Obviamente un juego de 60€ que contiene en el disco material que luego nos venden a parte como «contenido descargable» no es un cambio positivo y sí, es cierto que cada nueva hornada de consolas parece implementar un nuevo y reluciente método para desear volver a los 8-bit; pero es una exageración, no algo verdaderamente deseable, al menos para mí. Si todos los juegos de acción deben buscar su límite evolutivo a la altura de Metal Slug, entonces apaga y vámonos. Opino que la inclusión de físicas realistas, dinámicas de telas, texturas en relieve, sombreados precisos, bandas sonoras orquestadas y grabadas en digital, control por movimiento o el mismísimo juego on-line no han hecho daño alguno, si bien es cierto que los límites técnicos impuestos por la época también impedían la proliferación de métodos anti-copia intrusivos, registros obligatorios de producto, conexión permanente a internet y demás zarandajas que son el día a día en los tiempos que corren. Pero, fuera de eso, centrándonos en los videojuegos en sí, que no os engañen: estamos en un momento glorioso. Para el indie, para el hardcore, para lo indefinido y para lo canónico. Que nadie eche en exceso de menos el pasado, porque el presente está plagado de juegazos.

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Nunca, jamás en la historia ha habido tantos títulos de calidad simultáneos como hay ahora. Hasta la más desesperanzada de las plataformas cuenta con un buen número de anuncios futuros que suscitan la compra. Ni qué decir de la enorme competitividad que se desarrolla en la era digital; con vastas plataformas on-line donde las pequeñas empresas desarrolladoras pueden ofrecer su trabajo sin buscar publisher durante años y ver competir a sus «pequeños» con los más tronantes y vendibles triple A. Hoy tenemos prácticamente todo lo que teníamos hace años; cambiado, modificado, actualizado y funcionando a toda potencia. Hoy tiene cabida todo lo imaginable y parece que nos gusta oponernos a tal variedad.

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Los juegos de corte clásico, quede claro, no son ni Fruit Ninja, ni Candy Crush Saga, ni Apalabrados. Eso son juegos pequeños y baratos; gratuitos si se juega con publicidad, lo que deja bastante claro que, de todos los ejemplos, son los menos clásicos y los más transgresores comercialmente hablando. Han crecido en un modelo que no tiene absolutamente nada que ver con el videojuego del siglo XX, y se confunde por su estética o por no tener 12 botones en el esquema de control con aquellos. Los que anuncian, con el móvil en la mano, su amor incondicional por estos juegos porque «son como los de antes», deberían darse un buen paseo por una tienda de videojuegos. Coger las cajas, ver la carátula, girarla y disfrutar de las capturas y de ese breve texto que intenta ponernos los dientes largos para que saquemos la cartera. Comprobar cómo la melancolía es, aunque duela, cegadora como ella sola y darle una oportunidad real y verdadera a lo que hoy nos ofrece esta forma de ocio.

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Posiblemente estamos disfrutando juegos que, dentro de otros veinte años, se consideren como parte de la mejor época que el software lúdico ha experimentado jamás. Están hoy, aquí, en disco y en formato digital. En cartucho y en tarjeta de memoria. Hoy hay juegazos como los de antes.  Igual que antes había un espectacular Contra, hoy podemos disfrutar de F.E.A.R. Igual que entonces había un magnífico Ducktales, hoy tenemos al magnífico Henry Hatsworth. Solo hay que tener los ojos bien abiertos y no cerrarse al presente y al futuro; sin olvidar el pasado. Disfrutemos de todo y no pongamos muros innecesarios a nuestra afición.

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